19/Jun/01
XXII
Roma-El Vaticano
Este ha sido uno de los días más importantes de
mi vida. A pesar de que lo comencé algo malhumorado, terminó siendo algo espectacular,
muy divertido y digno de no olvidarlo jamás.
La vista panorámica a la ciudad que hicimos por
la mañana me pareció estúpida, sosa, aburrida, infernal, monótona… pues estaba
de genio. Me encontraba en la mismísima Roma, la Ciudad Eterna, la base de
todas las sociedades: con sus leyes, su lengua, su arquitectura e ingeniería,
pero a mi no me importaba, yo sólo quería dormir más. ¡Lo necesitaba tanto!
Simplemente estar tranquilo y que me dejasen solo. Más porque visitamos una y
otra vez los mismos lugares de ayer por la noche. Más porque a estas alturas,
estando tantos días tan impresionantemente juntos, se necesita soledad. Más por
como soy, que de por sí tiendo a aislarme. Más porque la guía de Roma ha sido
una descepción, se supone estamos en una de las ciudades más interesantes y
ricas en historia del mundo y sólo se la ha pasado hablando de su hijo. Pero
sobretodo, porque estoy en uno de los lugares que más he deseado visitar en
toda mi vida y me encuentro realmente noqueado, apenas puedo mantenerme
despierto y me he desesperado un poco.
Pero ese sentimiento pasó conforme transcurrió
la mañana. Y la frustración se fue rápido cuando simplemente llegamos al
Vaticano. Estado independiente que se separa de Roma por una muralla larga, muy
antigua, muy café y muy medieval.
Estaba pues, ahí, la gran y famosa Catedral de
San Pedro. Y, por supuesto, La Plaza de San Pedro: con su obelisco egipcio al
centro, rodeado de todo tipo de esculturas de todos los santos habidos y por
haber. Esculturas de los doce apóstoles y otra más de Jesús. En segundo plano,
por encima de todo esto, un gracioso y elegante edificio que presume ventanas.
Es ahí donde vive el Papa. Donde duerme y pasa sus días (algunos).
Fue muy interesante estar en la Plaza de San
Pedro porque la vista es inigualable. Está atestado de columnas y columnas, por
todas partes, mucho espacio aereo para las palomas, que revolotean por todos
lados, aunque nunca tan agresivas como en Venecia. Pero lo que más nos divirtió,
al estar formados esperando nuestro turno para entrar a la Catedral, fue cuando
dije en voz alta con toda la intención cruel y malévola de que nuestros
viejitos me escucharan:
-¡Se está asomando el Papa!
Y todos los viejitos voltearon frenéticamente
con emoción en sus rostros hacía la ventana donde se supone es su habitación.
Pero obvio nada había. Los viejitos voltearon a verme sabiendo que los había
timado y rieron con cara de chinga tu madre, mocoso. Pero yo tenía intención de
atacar de nuevo y dejando pasar sólo algunos minutos, insistí de nuevo:
-¡Ahí va el Papa!
Y todos miraron hacía donde apuntó mi dedo. Pero
nada otra vez y ahora algunos de nuestros viejitos ni se molestaron en
reclamarme con la mirada. La tercera ocasión que grité que ahí estaba el Papa
ya no causó nada de gracia, si acaso alguna vez había causado. Con mucha
tristeza y resignación dejé de hacerlo y mi diversión culminó.
El sol romano estallaba en todo su esplendor,
tan cruel, exactamente arriba de nosotros y golpeándonos la espalda, hombros y
cuello, pues la fila poco avanzaba. Finalmente entramos a la Catedral, la más grande
del mundo ¡y vaya que lo es! Ahí terminaba el tour de hoy y nosotros cuatro
tomamos nuestro propio camino.
Dentro, esculturas, esculturas y esculturas.
Entre ellas, la magnífica Piedad de Miguel Ángel, de la que quedé absorto. No
podía no verla y parecía hipnotizado por ella, hasta que mis primos me jalaron
para continuar el recorrido. También había un San Pedro de bronce, se supone
que si le tocas su muy gastado pié, significa una de dos: o que irás al cielo o
que volverás a Roma. Difícil elección.
Entre tantas cosas, está el cuerpo de Juan
XXIII; este Papa murió hace 38 años y se ha conservado milagrosamente como si
hubiera fallecido ayer. Y ahí lo tienen, exponiendo el milagro. Cuando lo
desenterraron meses después a su muerte, se dieron cuenta que prácticamente su
rostro estaba intacto y misteriosamente su piel facial aún se conservaba, al
igual que sus manos. Todo lo demás sí estaba totalmente descompuesto, pero no
su cara ni sus manos. Entonces ahí lo tienen, y nosotros lo vimos.
La Catedral pierde sus dimensiones desde adentro.
Es tan inmensa que la proporción de las cosas se confunde. Ves algo de lejos y
cuando te acercas a ese algo, te das cuenta que su tamaño real era cuatro o
cinco veces más grande. Me sucedió con unas letras grabadas en una de las
paredes, que pensé eran unas letras comunes y corrientes cuando las vi de
lejos, pero al llegar ahí, esas letras medían dos metros, más grandes incluso
que yo, aunque esto sobra decirlo.
Fuimos por debajo de la Catedral al subterráneo.
Queríamos visitar la tumba del mismísimo San Pedro y ver si no tendría olvidada
por ahí alguna llave que le sobrara. Aunque su cuerpo está enterrado muchos,
pero muchos metros más abajo, ahí está su tumba, de modo que nosotros la vimos.
Al salir de la Catedral de San Pedro, teníamos
un hambre descomunal y la satisficimos con una pizza grande para cada uno que
ordenamos en un restaurante aún dentro de la pequeña ciudad del Vaticano. Los
méndigos nos cobraron extra el habernos sentado en una mesa, otro extra por
haber usado cubiertos ¡y todavía más por el servicio! Y eso que en el Vaticano
no se pagan impuestos. Pero no tengo idea de cómo nos hubiéramos comido la
pizza sin mesa, sin cubiertos y sin el servicio. Pero aún así, eso se cobra
aparte.
Una vez que hubimos comido, nos dirigimos a la
Capilla Sixtina. Aquella Capilla tan famosa. Es un lío laberintesco llegar,
porque entras, pagas tu entrada y cuando piensas que por fin veras los frescos
inmortales de Miguel Ángel, hay otra sala con otras cosas, luego otra y otra,
son los tesoros del Vaticano, claro, pero fue así hasta 59 salas que nos
ofrecieron antigüedades egipcias y etruscas, pinturas de todas las épocas,
antes de llegar por fin a nuestro deseado objetivo, la Capilla. Es desesperante
porque caminamos mucho y lo único que queríamos era ver ya, de una vez, los
frescos de Miguel Ángel. Y en cambio entrábamos por salas y salas y nos
topábamos con las esculturas antes mencionadas, junto con algunos tapices
grandes y antiguos, pinturas de otras épocas de autores desconocidos para mí,
hasta que, después de subir y bajar como enloquecidos, finalmente entrar a la
Capilla.
Y ahí estaba, toda pintada de frescos. Años y
años de trabajo ininterrumpido de un genio. El Juicio Final. La Creación. Todo
el techo y las paredes forradas de figuras, pasajes y paisajes. Hombres,
mujeres, profetas, sibilas, desnudos, ángeles.
Es tanto el genio de Miguel Ángel, que logró dar
una impresión de esculturas a sus frescos, ¡Parecía que se movían! Se salen de
las paredes, del techo, se tornan tridimensionales. Si te les quedas viendo
algún tiempo, algunos segundos, adquieren un fondo y pareciera que surgen de la
pared para convertirse en estatuas.
Grata impresión fue la Capilla Sixtina. Otro
sueño cumplido. Por estar mucho tiempo girando el cuello hacia arriba, teníamos
que abrir la boca para relajar la cabeza, pues llega a ser cansada la posición.
Yo no podía dejar de ver las pinturas, siempre, pero siempre había algo en lo
que no me había fijado y siempre era interesante ese detalle. Pero no aguanté
el cuello y miré hacia el frente para relajarlo y descansar un poco, de modo
que me encontré con decenas de gente viendo sorprendidos hacia arriba, con la
boca abierta y caminando pausadamente, parecía una manifestación de lelos. Y claro,
yo era partícipe y presidente.
Salimos de la Capilla muy satisfechos.
¡Acabábamos de ver una de las máximas expresiones artísticas en la historia del
hombre! Qué grande ese Miguel Ángel. Manuel abrio el mapa romano y buscando
algunas calles, optamos por salir del Vaticano, pues teníamos una visita igual
de importante: el Coliseo Romano. Aquél Coliseo de los libros de historia, las
películas, de las postales y del Discovery Channel. Manuel quería tomar un
camión a como diera lugar para llegar ahí. Adrián y yo queríamos ir caminando a
pesar de lo lejos que estaba, pues caminando es como se conocen las ciudades.
Andrés, pues es Andrés.
Así que decidimos ir caminando. Al cielo no le
pareció mucho nuestra decisión y soltó una lluvia chipeante que llegó a
convertirse muy rápido en lluvia cargada de gotas grandes y frías. Eso, en vez
de detenernos, nos inyectó. Claro que mi mapa poco a poco comenzó a ceder.
Primero se fue una parte que se desprendió y fue a navegar a un arroyo. Luego
la pintura se comenzó a correr. Los cuatro, totalmente mojados, llenos de gotas
de lluvia, corriendo, saltando charcos, riendo, y cantando como militares. Nos
burlábamos de la lluvia, de la situación, de lo lejos que quedaba el Coliseo.
Nos burlábamos de la vida, de las circunstancias, de todo lo que en el pasado
nos ha preocupado. Nada importaba, nada tenía sentido, todo era nuevo y con esa
lluvia purificábamos nuestro cuerpo y nuestra mente marchita. Veníamos de la
Capilla Sixtina, estábamos mojándonos en las calles romanas y nos dirigíamos al
gran Coliseo en un viaje todo pagado e incluído ¿qué más podíamos pedir? Era
una gratísima sensación de libertad, de juventud, de inocencia. Mientras
veíamos a la gente esconderse en las tiendas, o abrir sus paraguas, nosotros
corríamos, saltábamos charcos y cantábamos como soldados. Soltábamos carcajadas
sin saber por qué, nos sentimos felices, sin tensiones, ni problemas, ni
miedos. En Roma existimos.
Minutos más tarde cesó la lluvia. El cielo se
tornó azul grisáceo. Habíamos llegado a las ruinas de los antiguos foros
romanos. También vimos sus inmensos baños con sus columnas y todo con un
nostálgico color antiguo. Tantas vidas, generaciones, emperadores, generales y
ciudadanos que vivieron en estas calles y ahora nada queda, más que algunas
piedras sueltas y otras apenas en pie. (¡Manuel está roncando!, jijijijijijí)
Las ruinas romanas son tal como en los libros: de un café arenoso, columnas
blancas, perdidas unas de otras, separadas. Ruinas. Ruinas romanas. Tanta
historia y tantos sucesos enterrados ahí. Decisiones que dictaron la historia.
Grandes pensadores, mentes ilustres, ahora se asoman como tímidos fantasmas.
Caminamos, avanzamos, muy lento, tomando fotos y
haciendo comentarios. Fue entonces cuando vimos a lo lejos una construcción
circular, grande, imponente, antigua, agujerada, tenebrosa y maligna: el
Coliseo Romano.
El sólo hecho de entrar depara una sensación extrañísima.
Te sientes pequeño y eres pequeño. A pesar de que se encuentra en ruinas, tiene
mucho qué ofrecer. Es el Coliseo.
Tomamos bastantes fotos. Nos pusimos en el
centro de donde estaba la arena y gritamos hacia el palco del emperador, tal y
como lo hacían los gladiadores antes de iniciar la mortal batalla.
Primero Adrián:
-¡Los que vamos a morir!
Después tu servidor:
-¡Te saludan!
Manuel:
-¡Salve oh César!
Andrés no quiso. Nos tomamos fotos con posturas como
si fuéramos gladiadores, peleando entre nosotros, simulando muertes o siendo
victoriosos, en una tarde lluviosa tratando de rescatar nuestra vida, al precio
de otra ajena para satisfacer el ansia de espectáculo del populi y del
emperador. Fue magnífico.
Es difícil dejar de ver el Coliseo. Una vez
afuera, mientras nos alejábamos, de alguna forma siempre lo estabámos viendo, en
diferentes ángulos. Pero teníamos que volver al hotel. Era tarde ya y nuestras
piernas ardían de cansancio.
Tomamos el metro y yo me sentía más que
contento, pues lo adoro como medio de transporte, me recuerda tanto a mi vida
en Toronto, apenas el año pasado.
Hoy ha sido un excelente día que he quiero compartirte
antes de ir a dormir. En verdad me siento emocionado por lo acontecido hoy en
suelo romano. Y como quiero compartírtelo todo, ¿quieres escuchar entonces los
ronquidos de Manuel?
Pues yo tampoco.
.