martes, 27 de mayo de 2014

Carta XXII

19/Jun/01


XXII


Roma-El Vaticano




Este ha sido uno de los días más importantes de mi vida. A pesar de que lo comencé algo malhumorado, terminó siendo algo espectacular, muy divertido y digno de no olvidarlo jamás.

La vista panorámica a la ciudad que hicimos por la mañana me pareció estúpida, sosa, aburrida, infernal, monótona… pues estaba de genio. Me encontraba en la mismísima Roma, la Ciudad Eterna, la base de todas las sociedades: con sus leyes, su lengua, su arquitectura e ingeniería, pero a mi no me importaba, yo sólo quería dormir más. ¡Lo necesitaba tanto! Simplemente estar tranquilo y que me dejasen solo. Más porque visitamos una y otra vez los mismos lugares de ayer por la noche. Más porque a estas alturas, estando tantos días tan impresionantemente juntos, se necesita soledad. Más por como soy, que de por sí tiendo a aislarme. Más porque la guía de Roma ha sido una descepción, se supone estamos en una de las ciudades más interesantes y ricas en historia del mundo y sólo se la ha pasado hablando de su hijo. Pero sobretodo, porque estoy en uno de los lugares que más he deseado visitar en toda mi vida y me encuentro realmente noqueado, apenas puedo mantenerme despierto y me he desesperado un poco.

Pero ese sentimiento pasó conforme transcurrió la mañana. Y la frustración se fue rápido cuando simplemente llegamos al Vaticano. Estado independiente que se separa de Roma por una muralla larga, muy antigua, muy café y muy medieval.



Estaba pues, ahí, la gran y famosa Catedral de San Pedro. Y, por supuesto, La Plaza de San Pedro: con su obelisco egipcio al centro, rodeado de todo tipo de esculturas de todos los santos habidos y por haber. Esculturas de los doce apóstoles y otra más de Jesús. En segundo plano, por encima de todo esto, un gracioso y elegante edificio que presume ventanas. Es ahí donde vive el Papa. Donde duerme y pasa sus días (algunos).

Fue muy interesante estar en la Plaza de San Pedro porque la vista es inigualable. Está atestado de columnas y columnas, por todas partes, mucho espacio aereo para las palomas, que revolotean por todos lados, aunque nunca tan agresivas como en Venecia. Pero lo que más nos divirtió, al estar formados esperando nuestro turno para entrar a la Catedral, fue cuando dije en voz alta con toda la intención cruel y malévola de que nuestros viejitos me escucharan:

-¡Se está asomando el Papa!

Y todos los viejitos voltearon frenéticamente con emoción en sus rostros hacía la ventana donde se supone es su habitación. Pero obvio nada había. Los viejitos voltearon a verme sabiendo que los había timado y rieron con cara de chinga tu madre, mocoso. Pero yo tenía intención de atacar de nuevo y dejando pasar sólo algunos minutos, insistí de nuevo:

-¡Ahí va el Papa!

Y todos miraron hacía donde apuntó mi dedo. Pero nada otra vez y ahora algunos de nuestros viejitos ni se molestaron en reclamarme con la mirada. La tercera ocasión que grité que ahí estaba el Papa ya no causó nada de gracia, si acaso alguna vez había causado. Con mucha tristeza y resignación dejé de hacerlo y mi diversión culminó.




El sol romano estallaba en todo su esplendor, tan cruel, exactamente arriba de nosotros y golpeándonos la espalda, hombros y cuello, pues la fila poco avanzaba. Finalmente entramos a la Catedral, la más grande del mundo ¡y vaya que lo es! Ahí terminaba el tour de hoy y nosotros cuatro tomamos nuestro propio camino.

Dentro, esculturas, esculturas y esculturas. Entre ellas, la magnífica Piedad de Miguel Ángel, de la que quedé absorto. No podía no verla y parecía hipnotizado por ella, hasta que mis primos me jalaron para continuar el recorrido. También había un San Pedro de bronce, se supone que si le tocas su muy gastado pié, significa una de dos: o que irás al cielo o que volverás a Roma. Difícil elección.




Entre tantas cosas, está el cuerpo de Juan XXIII; este Papa murió hace 38 años y se ha conservado milagrosamente como si hubiera fallecido ayer. Y ahí lo tienen, exponiendo el milagro. Cuando lo desenterraron meses después a su muerte, se dieron cuenta que prácticamente su rostro estaba intacto y misteriosamente su piel facial aún se conservaba, al igual que sus manos. Todo lo demás sí estaba totalmente descompuesto, pero no su cara ni sus manos. Entonces ahí lo tienen, y nosotros lo vimos.

La Catedral pierde sus dimensiones desde adentro. Es tan inmensa que la proporción de las cosas se confunde. Ves algo de lejos y cuando te acercas a ese algo, te das cuenta que su tamaño real era cuatro o cinco veces más grande. Me sucedió con unas letras grabadas en una de las paredes, que pensé eran unas letras comunes y corrientes cuando las vi de lejos, pero al llegar ahí, esas letras medían dos metros, más grandes incluso que yo, aunque esto sobra decirlo.

Fuimos por debajo de la Catedral al subterráneo. Queríamos visitar la tumba del mismísimo San Pedro y ver si no tendría olvidada por ahí alguna llave que le sobrara. Aunque su cuerpo está enterrado muchos, pero muchos metros más abajo, ahí está su tumba, de modo que nosotros la vimos.

Al salir de la Catedral de San Pedro, teníamos un hambre descomunal y la satisficimos con una pizza grande para cada uno que ordenamos en un restaurante aún dentro de la pequeña ciudad del Vaticano. Los méndigos nos cobraron extra el habernos sentado en una mesa, otro extra por haber usado cubiertos ¡y todavía más por el servicio! Y eso que en el Vaticano no se pagan impuestos. Pero no tengo idea de cómo nos hubiéramos comido la pizza sin mesa, sin cubiertos y sin el servicio. Pero aún así, eso se cobra aparte.

Una vez que hubimos comido, nos dirigimos a la Capilla Sixtina. Aquella Capilla tan famosa. Es un lío laberintesco llegar, porque entras, pagas tu entrada y cuando piensas que por fin veras los frescos inmortales de Miguel Ángel, hay otra sala con otras cosas, luego otra y otra, son los tesoros del Vaticano, claro, pero fue así hasta 59 salas que nos ofrecieron antigüedades egipcias y etruscas, pinturas de todas las épocas, antes de llegar por fin a nuestro deseado objetivo, la Capilla. Es desesperante porque caminamos mucho y lo único que queríamos era ver ya, de una vez, los frescos de Miguel Ángel. Y en cambio entrábamos por salas y salas y nos topábamos con las esculturas antes mencionadas, junto con algunos tapices grandes y antiguos, pinturas de otras épocas de autores desconocidos para mí, hasta que, después de subir y bajar como enloquecidos, finalmente entrar a la Capilla.

Y ahí estaba, toda pintada de frescos. Años y años de trabajo ininterrumpido de un genio. El Juicio Final. La Creación. Todo el techo y las paredes forradas de figuras, pasajes y paisajes. Hombres, mujeres, profetas, sibilas, desnudos, ángeles.

Es tanto el genio de Miguel Ángel, que logró dar una impresión de esculturas a sus frescos, ¡Parecía que se movían! Se salen de las paredes, del techo, se tornan tridimensionales. Si te les quedas viendo algún tiempo, algunos segundos, adquieren un fondo y pareciera que surgen de la pared para convertirse en estatuas.

Grata impresión fue la Capilla Sixtina. Otro sueño cumplido. Por estar mucho tiempo girando el cuello hacia arriba, teníamos que abrir la boca para relajar la cabeza, pues llega a ser cansada la posición. Yo no podía dejar de ver las pinturas, siempre, pero siempre había algo en lo que no me había fijado y siempre era interesante ese detalle. Pero no aguanté el cuello y miré hacia el frente para relajarlo y descansar un poco, de modo que me encontré con decenas de gente viendo sorprendidos hacia arriba, con la boca abierta y caminando pausadamente, parecía una manifestación de lelos. Y claro, yo era partícipe y presidente.

Salimos de la Capilla muy satisfechos. ¡Acabábamos de ver una de las máximas expresiones artísticas en la historia del hombre! Qué grande ese Miguel Ángel. Manuel abrio el mapa romano y buscando algunas calles, optamos por salir del Vaticano, pues teníamos una visita igual de importante: el Coliseo Romano. Aquél Coliseo de los libros de historia, las películas, de las postales y del Discovery Channel. Manuel quería tomar un camión a como diera lugar para llegar ahí. Adrián y yo queríamos ir caminando a pesar de lo lejos que estaba, pues caminando es como se conocen las ciudades. Andrés, pues es Andrés.





Así que decidimos ir caminando. Al cielo no le pareció mucho nuestra decisión y soltó una lluvia chipeante que llegó a convertirse muy rápido en lluvia cargada de gotas grandes y frías. Eso, en vez de detenernos, nos inyectó. Claro que mi mapa poco a poco comenzó a ceder. Primero se fue una parte que se desprendió y fue a navegar a un arroyo. Luego la pintura se comenzó a correr. Los cuatro, totalmente mojados, llenos de gotas de lluvia, corriendo, saltando charcos, riendo, y cantando como militares. Nos burlábamos de la lluvia, de la situación, de lo lejos que quedaba el Coliseo. Nos burlábamos de la vida, de las circunstancias, de todo lo que en el pasado nos ha preocupado. Nada importaba, nada tenía sentido, todo era nuevo y con esa lluvia purificábamos nuestro cuerpo y nuestra mente marchita. Veníamos de la Capilla Sixtina, estábamos mojándonos en las calles romanas y nos dirigíamos al gran Coliseo en un viaje todo pagado e incluído ¿qué más podíamos pedir? Era una gratísima sensación de libertad, de juventud, de inocencia. Mientras veíamos a la gente esconderse en las tiendas, o abrir sus paraguas, nosotros corríamos, saltábamos charcos y cantábamos como soldados. Soltábamos carcajadas sin saber por qué, nos sentimos felices, sin tensiones, ni problemas, ni miedos. En Roma existimos.




Minutos más tarde cesó la lluvia. El cielo se tornó azul grisáceo. Habíamos llegado a las ruinas de los antiguos foros romanos. También vimos sus inmensos baños con sus columnas y todo con un nostálgico color antiguo. Tantas vidas, generaciones, emperadores, generales y ciudadanos que vivieron en estas calles y ahora nada queda, más que algunas piedras sueltas y otras apenas en pie. (¡Manuel está roncando!, jijijijijijí) Las ruinas romanas son tal como en los libros: de un café arenoso, columnas blancas, perdidas unas de otras, separadas. Ruinas. Ruinas romanas. Tanta historia y tantos sucesos enterrados ahí. Decisiones que dictaron la historia. Grandes pensadores, mentes ilustres, ahora se asoman como tímidos fantasmas.




Caminamos, avanzamos, muy lento, tomando fotos y haciendo comentarios. Fue entonces cuando vimos a lo lejos una construcción circular, grande, imponente, antigua, agujerada, tenebrosa y maligna: el Coliseo Romano.

El sólo hecho de entrar depara una sensación extrañísima. Te sientes pequeño y eres pequeño. A pesar de que se encuentra en ruinas, tiene mucho qué ofrecer. Es el Coliseo.

Tomamos bastantes fotos. Nos pusimos en el centro de donde estaba la arena y gritamos hacia el palco del emperador, tal y como lo hacían los gladiadores antes de iniciar la mortal batalla.

Primero Adrián:

-¡Los que vamos a morir!

Después tu servidor:

-¡Te saludan!

Manuel:

-¡Salve oh César!

Andrés no quiso. Nos tomamos fotos con posturas como si fuéramos gladiadores, peleando entre nosotros, simulando muertes o siendo victoriosos, en una tarde lluviosa tratando de rescatar nuestra vida, al precio de otra ajena para satisfacer el ansia de espectáculo del populi y del emperador. Fue magnífico.



Es difícil dejar de ver el Coliseo. Una vez afuera, mientras nos alejábamos, de alguna forma siempre lo estabámos viendo, en diferentes ángulos. Pero teníamos que volver al hotel. Era tarde ya y nuestras piernas ardían de cansancio.

Tomamos el metro y yo me sentía más que contento, pues lo adoro como medio de transporte, me recuerda tanto a mi vida en Toronto, apenas el año pasado.

Hoy ha sido un excelente día que he quiero compartirte antes de ir a dormir. En verdad me siento emocionado por lo acontecido hoy en suelo romano. Y como quiero compartírtelo todo, ¿quieres escuchar entonces los ronquidos de Manuel?


Pues yo tampoco.





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miércoles, 21 de mayo de 2014

Carta XXI

18/Jun/01


XXI


Florencia-Asís-Roma



Dicen desde tiempos muy antiguos que todos los caminos conducen a Roma. Tan famosa sentencia podría ser cierta o no, pero al menos la autopista Florencia-Asís-Roma sí que lo hace. Y por eso estamos aquí.

Hemos llegado a suelo romano, como ya mencioné, fatigados, desvelados, cansados, panzones, pobres, greñudos, barbones… pero eso sí, muy paseados.

Hoy cumplimos tres semanas en Europa. El dejar Florencia significó otro día de carretera, como muchos otros que hubo y habrá, aunque éste tuvo no uno sino dos toques especiales: Asís y Roma.

El primero está a mitad de camino. Es un pequeño pueblo construido a lo alto de una montaña. Una antigua ciudad feudal que aún mantiene sus restos. Amurallada, muy café grisácea, con todo lo que una ciudad medieval debe tener. El olor a antiguo se percibe de inmediato. Ahí es, por supuesto, donde nació y vivió San Francisco, por eso se llama San Francisco de Asís (clap, clap, clap, aplausos, aplausos, clap, clap, clap).

La capilla, para no variar, es interesantísima. Incluso divertida. Y no lo digo por su arquitectura gótica al estilo francés, ni porque absolutamente todas las paredes fueron pintadas por Giotto con unos fabulosos murales. No, eso es por demás importante, pero lo que me ha llamado la atención, es su estructura laberintezca: No es plana, hay escaleras dentro de la iglesia, se puede bajar a los subterráneos en donde, dicho sea de paso, está la tumba de San Francisco (San Panchito, para los cuates). Después hay otra escalera circular a donde subes a otra capilla y todo, absolutamente todo, está cubierto por frescos del gran Giotto. Imagenes que hablan sobre la vida de San Francisco y de episodios evangélicos. No entendí por qué había una capilla arriba de otra, pero así estaba. Y caso a parte, los frailes. ¡Magnífico verlos! Caminaban tranquilamente, leyendo o en meditación o contemplando cualquier objeto de la naturaleza, con una paz realmente envidiable. Aunque uno nunca sabe qué tormenta puede haber dentro de la cabeza de la persona más tranquila, como era el caso, no dejó de ser muy atractivo observarlos: verlos tan panzones con su humilde toga café y su cuerda a manera de cinturón sujetando su vestimenta. Algunos de ellos pelones con barba, lo cual fue más atractivo aún. Me impresionó la serenidad que transmiten, la vi imposible, pues al menos en mi caso no podría tener paz con una vida casta. Pero supongo que hay gente que nació para ello, como para todo. En fin.




Hicimos algunas compras, entre ellas compré un Pinocho de madera –pues, como casi su nombre lo indica, Pinoccio es italiano- y un libro novelado de la vida se San Francisco. Me urgía lectura nueva porque los tres de Bukowski que me traje ya los terminé con tanta carretera, y aún nos falta cruzar toda Italia, Francia y España para cerrar el ciruito europeo. Fue una oportuna compra, pues ya no tenía qué leer y Manuel y Adrián ya nomás me platican lo mismo. Andrés, pues Andrés, lo dice todo al revés.

Comenzó a llover. Yo estaba solo, caminando por las calles a ver con qué sorpresa me encontraba. Me metí en callejones con sus paredes de piedra, subí y bajé calles, tomé muchas fotos y conocí las pequeñas casas del pueblo. Manuel se quedó en las compras, es tremendamente tardado para comprar. Adrián y Andrés siempre se van a comer algo, lo sé porque cuando me dio hambre, me los encontré en el restaurante, terminando. Pedí primero una pizza mediana y luego una hamburguesa. No podíamos creer todo lo que comimos, porque mis primos pidieron igual. He comido pan en estas tres semanas como loco demente, si de por sí.

Asis, muy parecido a lo que sucede en Brujas, allá en Bélgica, ha quedado suspendida en el tiempo. Allá con un entorno fantástico, de brujas y dragones, y acá, flota en el ambiente una sensación sanadora de espiritualidad. La naturaleza que la rodea, los pequeños caminos, el silencio de las personas, la amabilidad de todos, la ausencia de ruido, regaños, gritos, claxons, para que en cambio se escuche el viento, el movimiento de las ramas en los árboles, saber que San Francisco estuvo aquí, sanando, reconociendo a los animales como sus hermanos, saludando a su hermano sol, a su hermana luna. Fue muy purificador.

Horas, muchas horas después llegamos a Roma. Hicimos el paseo nocturno, ya tradicional en este viaje, y me sucedió un poco lo que en Londres. Me abrumé de tanta información y dejé de poner atención. En un mismo lugar pasaron demasiadas cosas con distintos personajes, de diferentes épocas y todo lo mezclan como si tuviéramos un doctorado en historia de la humanidad, arte y cultura.

Sin embargo, claro, Roma tiene su encanto. Es La Ciudad Eterna. Por supuesto lo que absorbió mi atención, y por mucho, fue El Coliseo. De noche, iluminado y con esa fuerza que transmite, me logró emocionar.

Bajamos en la fuente de Trevi. Le dimos la espalda, sentándonos en una de sus orillas y lanzamos una moneda hacia atrás, pasando nuestra mano entre el hombro y cuello. Se supone que al hacerlo se te conceden una serie de deseos, dependiendo del número de monedas que lances, de modo que utilicé toda mi morralla. 




Visitamos el Panteón, pero lamentablemente ya estaba cerrado, aunque por fuera es espectacular. Pasamos por ruinas romanas y por donde en su momento, ya hace tanto tiempo, fue el Circo Romano, que ya no es más que un ovalado y verdoso jardín, pero si has visto Ben-Hur, donde las carreras en los caballos, ah pues eso antes estaba ahí.

Vimos de lejos El Vaticano con su plaza de San Pedro. Mañana temprano conoceremos.

Muy agradable fue el paseo nocturno, romano y apostólico, aunque mañana visitaremos más lugares, con mucha más calma. Hoy es muy tarde, casi la una y mi panza está gorda, inflada, extraña, ajena, voluptuosa, como nunca en mi flaca vida la había visto.


Y no sé, quizá sea un mensaje.






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lunes, 19 de mayo de 2014

Carta XX

17/Jun/01


XX


Florencia




Estuve en Florencia y no vi el David de Miguel Ángel. Aquél David enorme. Aquél David de mármol tan famoso y tan perfectamente bien realizado. Muy blanco, muy grande, muy detallado, no lo vi.

Simple y sencillamente Florencia me ha fascinado. Como bien dicen, es un museo al aire libre. Todo es arte, ya sea en arquitectura, escultura o pintura.





Inició el recorrido con una visita panorámica desde el mirador. Fue como cualquier visita panorámica desde cualquier mirador: llegas, ves todo, señalas los lugares que te atraen, comentas algo, te tiras un pedo a escondidas, vuelves a mirar, tomas una o dos fotos, volteas por algo, comienzas a bobear y en pocos minutos ya estás haciendo otra cosa, menos viendo la ciudad.

Continuamos el recorrdio a pié cruzando un hermoso puente diseñado por Miguel Ángel para poder llegar a la Basílica Florentina, con su gran fachada de mármol en diversos colores para dar una grata impresión de elegancia. Por fuera es bellísima, pero por dentro no es la gran cosa. Demasiado austera.

Como suele suceder, me puse de genio. Es común que cuando me encuentro en un lugar donde he querido estar toda mi vida, me altero, nefasteo y me pongo de malas. Porque ese instante es un momento que soñé, que sólo hoy y ahora puedo vivir y porque no está sucediendo lo que quiero que suceda. Y es que hay tanto y tanto qué ver en Florencia que el tiempo no nos iba a alcanzar. Y, aunque el tiempo alcanzara, la mente no. Llega un momento en el que la mente se nubla de tanto museo, los ojos se cierran y duelen, las piernas arden, el cuello pesa y no es posible continuar.

Para no perder la costumbre del reparto en equipos, Adrián y Andrés se fueron por su lado, pues están un poco hastiados del arte. Manuel y yo sí que queríamos buscarlo y verlo. Primero comimos, encontramos un pequeño restaurante florentino muy típico en donde nos sentamos. Hemos caminado tanto durante estos días que sin pena pedimos una pizza mediana cada uno. Dice Manuel que me veo más gordo por tanto pan que nos han dado, pero eso es imposible. Yo nunca engordo ni enflaco, siempre estoy igual coma o deje de comer.

Tras comer y beber un buen vino, nos dirigimos al Museo Uffizi. Fue desesperante la entrada, pues esperamos aproximadamente una hora con cuarenta minutos para ingresar en una fila apenas móvil. Fuera de ahí se encuentra el Perseo de bronce oscuro levantando la cabeza de Medusa muerta en su mano. Me gusta esa historia. Me gustó la escultura. Me encantó la película. De modo que le tomé foto.







Una vez dentro del Uffizi, las pinturas: Leonardo y su perfección geométrica y colorida. Raphael y su cálida amabilidad. También tienen ahí la única pintura de Miguel Ángel. Quiero decir, la única realizada en un vastidor, porque vaya que hizo muchísimas pinturas en la Capilla Sixtina del Vaticano, que mañana o pasado veremos. Pero a eso más bien se le llama frescos, pues están hechos en la pared. Esta, por decirlo de otra manera, hasta burda, es la única que sí se puede mover de lugar, es un cuadro, tal cual, aunque redondo. Mismo que causó mucha polémica. La pintura se llama La Sagrada Familia en donde se encuentra la Virgen sentada entre las piernas abiertas de José y pasándose al niño Jesús de brazos a brazos. La cosa es que escandalizó la postura de ambos porque como que salen con mucha confianza, como noviando: José con las piernas abiertas y María sentada en medio de ellas muy oronda. Casi en picnic de la alameda.

Vi a Boticelli, casi toda su obra incluyendo El Nacimiento de Venus. Es de mis favoritas, por cierto. Esa Venus tan erótica me hace sentir observado, como si la Afrodita me invitara a entrar en el cuadro para posar a su lado y dirigirme algunas palabras con esa mirada. Claro que yo pintado ahí, y de paso desnudo, dejaría en el instante de ser una obra de arte. Así que como idea es mala maestro Boticelli.

La tarde continuó, pinturas y esculturas. Esculturas y pinturas hasta que terminó el recorrido por el museo. Merecíamos un descanso y decidimos ir por una nieve. Plátano con pistache, elegí. ¡Una delicia!






Hubo también una interesante y lenta procesión católica que se hace sólo una vez al año. Del baptisterio abrieron las puertas doradas de Ghibert, de las cuales, Miguel Ángel afirmó que seguramente así eran las puertas del cielo. Enseguida sacaron dos dedos de San Juan Bautista (según esto) y toda la gente florentina y creyente se puso a marchar detrás de la reliquia. Pobres personajes bíblicos, que los dejen descansar. Además, si son auténticos, ¿Qué hacen dos dedos con dos mil años de antigüedad, momificados, paseando por toda Florencia?

Bueno, no es mi asunto.

Por eso y otras cosas más, Manuel y yo bebimos una jarra de cerveza esta noche. Porque Florencia nos sorprendió y respiramos su arte. Sus calles son increíbles. Es un museo gigante. Lástima que cuando llegamos al David, lo acababan de cerrar, hacía diez minutos que lo habían cerrado. Y mañana dejamos Florencia demasiado temprano, no habrá David.

No nos quedó otra que ponernos a platicar de fútbol con una nueva pareja de brasileños que se agregaron en Frankfurt al tour. Al principio pensamos que él estaba un poco lelo, pues a simple distancia se ve más bien ñoño, pero ya vemos que no es así: pues él tiene 24 años y su novia 29, vienen juntos y solos. Su novia le pagó el viaje. Ella trabaja y gana bien, mientras que él se queda en casa estudiando o haciendo cualquier  cosa. De lelo no tiene nada, don vivillo.

Se ha vuelto costumbre que mientras escribo, Manuel duerme.


Me siento cansado y tan emocionado por estar en Florencia. Pasear por sus calles me dejó con un desconocido sentimiento de paz. Lo disfrutaré en silencio y por eso te dejaré de escribir, pero sólo por esta noche...





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